A veces, solo a veces me acuerdo de aquellos años no tan distantes, en los que asistía de lunes a viernes a la preparatoria. Cada mañana abordaba el metro con dirección universidad en la estación La Raza. En ocaciones tenía oportunidad de caminar hasta la sección exclusiva para damas, sin embargo no siempre corrí con esa suerte.
Dejando de lado las posibles implicaciones morales que puede tener un tema como el acoso sexual a personas en el transporte público, quiero contar mis experiencias -al menos las que recuerdo- con el fin de dejar una cosa en claro: ninguna mujer está contenta siendo víctima de un repentino acoso sexual, aunque muchas de ellas en el fondo terminan por disfrutarlo a causa de la costumbre.
Recuerdo que la primera vez que me acosaron sentí un pánico paralizante. Era como si no creyera lo que en realidad estaba pasando. ¿Cómo es posible que un sujeto completamente desconocido se tome el atrevimiento de entretenerse manualmente con mi parte trasera? No me quedó más que bajarme en la estación siguiente para tranquilizar mis nervios y no llegar a casa completamente sacada de onda.
Luego de esa ocación no me volvió a sorprender nada de lo que ocurriera dentro de un vagón del metro. Constantemente era objeto de manoseos matutinos y arrimones descarados. No miento, llegó a gustarme tanto o más que el sexo en la intimidad. Solo necesitaba un pequeño empujón por parte del mundo para estar segura de mi exhibicionismo.
Sentir como las manos de extraños comenzaban a rozar mis nalgas, primero con suavidad y después con más y más fuerza. Como se abrían camino por debajo de mi falta hasta llegar a mi sexo. Para ese momento yo ya estaba completamente empapada. Algunos llegaron a penetrarme con los dedos en pleno viaje. Otros se limitaban a masajear mi clítoris con el fin de que sentir mi vagina cada vez más y más húmeda.
Otras veces la posición del acosador solo le permitía frotar contra mi pelvis su miembro viril. Eso me enloquecía. Sentir su potente erección en mi monte de venus me hacía tener ganas de bajarle el cierre, tumbarlo al suelo y montarme sobre el hasta llegar al orgasmo. Sobre decir que nunca me atreví.
Pero lo que más me gustaba de esos días era cuando algunos se tomaban la libertad de sujetar mis manos, bajar su cremallera, hacer a un lado sus canzoncillos y masturbarse con mis dedos hasta eyacular. Siempre que hacían eso me entraban ganas de ponerme de rodillas y succionar rabiosamente su órganos sexuales. Primero los testículos y luego su erecto y duro falo. Tal vez si hubiera estado en el vagón indicado hubiera podido hacerlo mientras el usuario que estaba detrás mío me penetraba sin misericordia.
Algunos de mis acosadores llegaron a pedirme que los viera fuera del metro, un par de veces accedí. Otros se limitaban a esperarme en el andén todos los días.
No sé -ni me importa- qué habrá sido de ellos. Lo único que puedo decir es que si este país no fuera tan santurrón y pudibundo, se incluiría un vagón de sexo anónimo en todos los trenes de todas las líneas en la cuidad de México.
Esperemos que ese panorama no sea una mera utopía.